miércoles, 7 de noviembre de 2012

Nísperos en almíbar



Querido Pablo:
Acabo de despertar y he sentido la imperiosa necesidad de escribirte esta carta. He soñado que me llevabas a cenar a casa de unos amigos tuyos, de esos tan esnob con los que tratas ahora y que yo todavía no conozco. La anfitriona nos obsequió de primer plato -y único, aunque eso lo supe después- con unos estupendos nísperos en almíbar. Curiosamente no me sorprendió lo extraño del menú, sino el hecho de que los nísperos estuvieran todavía con la cáscara. Yo nunca he hecho conserva de nísperos, pero sí de melocotones, en la época en que teníamos el huerto ¿recuerdas? y siempre les quitaba la piel antes de echarlos a cocer. Entre los comensales había una pareja de ancianos que en un principio no me llamó demasiado la atención, pero que cuando estaba a punto de trinchar mi magnífico níspero se enzarzaron en una repentina pelea, como hacen los perros por la calle; sin mirarse siquiera se lanzaron uno contra otro, discutiendo y arañándose por veintiocho euros, que no sé de donde habían salido, pero que el hombre, de ojos azulísimos, blandía contra su esposa como un arma arrojadiza. Yo me sentía cada vez más triste, porque no conocía a nadie en aquella mesa, porque la piel de los nísperos me hacía arder la lengua y porque ver a dos ancianos pelearse por apenas cinco mil pesetas me parecía de lo más sórdido, así que me dejé llevar por mi tristeza y me puse a llorar.
Y lloré como no había llorado nunca, con lágrimas espesas y gruesas, que empapaban el mantel y me ponían en evidencia, pero afortunadamente nadie pareció darle demasiada importancia, a lo que tú contribuiste con un –dejadla, mi mujer es así- que te agradezco infinitamente, pues pude hipar y hacer todos los pucheros que me apeteció sin sentirme demasiado observada. Después de cenar alguien propuso jugar al mus, una partida doble, de ocho jugadores, como aquellas que montábamos en la facultad antes de los exámenes y en las que acabábamos todos enfadados. Tú y yo discutimos por quién de los dos llevaba las cuentas y al final ganaste tú, como siempre, pero los amarracos eran garbanzos cocidos y yo los aplastaba distraídamente con los dedos, por lo que uno de tus amigos me increpó, acusándome de hacer trampas. Tú habías desaparecido de la mesa, empeñado en tomar una copa de aguardiente de rosas y aunque todos te insistíamos en que bebieras ron con coca-cola, que es lo que has tomado siempre, entrabas y salías abriendo todos los armarios de la casa en busca de tu bebida, cada vez más nervioso, diciendo disparates sobre que sólo podías tomar ese absurdo licor porque una santera que conociste en Cuba te había asegurado que era el elixir de la eterna juventud. Yo procuraba no fijarme en ti y prestar atención a la partida, pero no tenía pareja y hacer señas se convirtió en un juego de muecas ridículas y cada vez que se repartían las cartas yo tenía una de más y todos me volvían a acusar de hacer trampas y tú cada vez más nervioso, dando vueltas y vueltas por la casa, así que al final me venció otra crisis de llanto y me derrumbé sobre el tapete verde, pegándome todos los garbanzos cocidos en la cara.
Me he despertado empapada en sudor, con la cara tirante, -por los garbanzos, que se han secado-, pensé. Todavía arropada por la dulce niebla que puebla la frontera entre el sueño y la vigilia, he alargado una pierna para tocarte, pero no estás. No estás. Todos los acontecimientos de las últimas semanas se me vienen encima sin que pueda hacer nada para evitarlo. Aprieto fuerte los ojos y me intento engañar, susurrándome que todavía estoy soñando. Pero los garbanzos no son garbanzos, sino lágrimas y mocos y baba reseca, acumulados durante quien sabe cuantas horas de sueño. Intento recordar que hice antes de dormirme. ¿Tengo resaca? Parece que sí, un golpeteo incipiente me resuena en la cabeza y si tuviera fuerzas para levantarme seguramente vomitaría. Es probable que anoche, o cuando me metiera en la cama por última vez, saliera a buscarte por los bares del barrio, bebiera todo el vodka que pude encontrar y me echaran de un par de antros por encontrarme en el cuarto de baño llorando, con un cristal roto en la mano, borracha perdida y sin valor para cortarme las venas. Seguramente alguien llamó a mi hermana y ella, que es un cielo, acabara trayéndome a rastras a casa, me desnudara y me metiera en la cama. Porque estoy desnuda, pero no te preocupes, Pablo, no me he acostado con nadie. ¿Quién iba a querer tener sexo con una mujer de casi cincuenta años y para colmo borracha?. Todo está en orden: mi ropa cuidadosamente doblada en el respaldo de la silla, cientos de colillas en el cenicero (he vuelto a fumar, sí), el teléfono descolgado (gracias hermanita) y las pastillas para dormir en la caja de cartón que me sirve de mesilla de noche desde que me mudé sola a este sórdido apartamento.
Pastillas para dormir. Ahora recuerdo. Me he levantado corriendo a vomitar con la vaga esperanza de ver salir intactas las veinte o treinta pastillas que me tomé después de una borrachera salvaje, pero lo único que conseguí expulsar fue una bilis negruzca y ácida que me dejó un regusto a fuego en la garganta.
Pero no te alarmes Pablo, yo no me quería suicidar, sabes que no es mi estilo. Yo sólo quería dormir, dormir durante varios días, unas semanas, quizá un mes. -El tiempo lo cura todo- me dicen constantemente, -espera a que pase el tiempo-. Sabes que siempre he sido muy obediente, así que sólo quería dejar pasar un poco de tiempo, dormirme con la esperanza de despertar con el dolor mitigado por el transcurso de las horas, dejar que el reloj contara los minutos sin ser consciente de su paso, derritiéndose como en ese cuadro de Dalí que tanto nos gustaba y cuya copia barata conservo todavía, descolorida a fuerza de mirarla, en un vano intento por que ese reloj que fue nuestro me transporte a horas más felices.
Pensándolo bien es posible que de verdad haya dormido durante un largo periodo, quizás haya estado en coma años, como en esas películas basadas en hechos reales que ambos aborrecíamos pero que veíamos abrazados sábado tras sábado. El dolor sordo que me ha atenazado el vientre durante meses, (desde que me abandonaste, Pablo), parece haber desaparecido. Pero no me fío, es probable que sólo esté dormido, esperando la ocasión para asaltarme con más fuerza, desgarrándome las entrañas como en un parto sangriento, el parto de ese hijo que te pedí a gritos y que nunca quisiste que tuviéramos. Mejor así, ¿verdad? Mejor que no haya nada que nos ate a un pasado que para ti ya no existe. Olvidar es empezar a vivir. Y eso es justo lo que estoy haciendo, Pablo. Empezando a vivir. Olvidando veintiocho años de convivencia, separándolos, poniéndolos entre paréntesis, extirpándolos. Veintiocho años son demasiado tiempo, Pablo, casi una vida.
-Tomemos esto como seres civilizados- insistes, pero yo, que soy una antigua, no me resigno a verte paseando agarrado a la cintura de tu nueva conquista, alardeando de una juventud de la que ella disfruta, pero que tú hace tiempo que dejaste atrás, sonriendo con soltura, mirándome displicente, como regañándome por no haber superado todavía tu abandono. Amparado en esa pretendida modernidad te tomas la libertad de venir a mi casa cada vez que se te antoja, incluso en alguna ocasión lo has hecho con tu nueva acompañante. Pero anoche viniste solo, Pablo y con tu mejor sonrisa te atreviste a apremiarme para que firme los papeles del divorcio. Parece que tu nueva vida empieza por una nueva boda. Llegaste presumiendo de un cuerpo que por arte de magia o por dejarte el bofe y el sueldo (que me escatimas) en el gimnasio se ha transformado: de la barriga fofa y peluda con la que me acostaba cada noche sólo queda un estómago plano y bronceado que te empeñas en meter para dentro aún a riesgo de quedarte sin respiración. Sonríes con tu nueva dentadura enfundada y blanqueada, sin rastro de la halitosis que hasta me gustaba besar. Despeinas con un pretendido gesto casual una melena teñida, la misma de la que yo cada mañana recogía las canas que te ibas dejando encima de la almohada con los años, una a una, durante veintiocho años, amor mío, veintiocho años...
Por eso ahora yaces ahí, Pablo, tirado en medio del suelo de la cocina, con la cabeza abierta y ensangrentada por el golpe que te di con esa figura de bronce tan horrorosa que nos regaló tu madre cuando nos casamos y que te empeñaste en que yo conservara. No te oigo respirar. Mejor así. Es probable que después de todo me decida a levantarme de la cama y preparar unos nísperos en almíbar mientras espero a que alguien, aunque sea la policía, venga a buscarme y me trate como lo que soy: una mujer madura abandonada por su marido.
Eternamente tuya.

4 comentarios: