martes, 28 de febrero de 2012

Espejo de mi Alma




Siempre odié a mi hermana. Mi madre solía decir que cuando estábamos en su barriga peleábamos como dos gatas en celo, hasta el punto de mover tanto la cama que despertábamos a mi padre sobresaltado, pensando que era un terremoto. Mi hermana tuvo más suerte que yo en la vida, aunque ambas se le acabaron antes. Hasta en el nombre tuvo suerte: estaban en juego los nombres de los dos abuelos, el de mamá, que se llamaba Demetrio y murió mucho antes de que nosotras naciéramos, y el de papá, el yayo Ángel, que todavía sigue vivo. ¿Quién tomó la cruel decisión de asignarnos el nombre? ¿Por qué no pudo ser al revés? Yo me llamo Demetria, claro. Siempre he sospechado que la partera, que fue a quien mi padre otorgó la facultad de decidir, supongo que para no sentirse responsable, nos observó a las dos antes de darnos nombre. Mi hermana es, quiero decir, era, pobrecilla, un verdadero ángel: rubia, cabello fino, ojos color miel, piel clara... en fin, una belleza. Yo me llamo Demetria y soy fea como un demonio. Una vez leí que no es genéticamente imposible que unos mellizos provengan de dos eyaculaciones distintas. Seguro que mi madre tuvo relaciones con el diablo, Dios la perdone. Las pocas fotografías que de mí se conservan y que se salvaron del incendio muestran a un bebé negruzco, arrugado y con la cabeza cubierta de una espesa mata de color negro zaino, que más que cabello humano parece pelo de burro, de lo áspero y duro que se ve.

Desde esta celda donde me han recluido tengo mucho tiempo para recordar, quizá demasiado. Mi primer recuerdo nítido es de cuando cumplimos tres años. Papá y mamá habían organizado una fiesta de cumpleaños a la que habían invitado a todos los niños del pueblo, que a la sazón no eran muchos, unos diez o doce, supongo. Casi puedo oír todavía como aquel coro de voces infantiles entonaba el feliz feliz en tu día, que era lo que estaba de moda entonces. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que yo no pintaba nada: ninguno, absolutamente ninguno de los treinta y tantos ojos que allí estaban, me miraba a mí, ni siquiera los de papá y mamá, ni los de los yayos, que fue lo que más me dolió, aunque andando el tiempo la yaya me traicionó y entendí que ella también quería más a mi hermana, aunque supo disimularlo durante mucho tiempo. Ángela sonreía feliz, preciosa con aquel trajecito de punto rosa que mamá nos había tejido a las dos y que a mí me hacía parecer una bayeta después de limpiar la chimenea. Me escabullí por debajo de la mesa mientras mi hermana soplaba las tres velitas que papá había colocado en la tarta. Nadie reparó en que deberían haber sido dos bocas las que soplaban. Y que cumplas muuuchos máááás... Corrí a encerrarme en el cuarto de baño, que siempre ha sido mi lugar favorito y con las bragas por las rodillas tome la decisión más importante de mi vida, de la que no me arrepiento y la que me ha encerrado entre estas cuatro paredes. Además descubrí otra cosa sobre mí: Yo me llamo Demetria, soy fea como un sapo y soy mala. Más mala que la sarna.

Recuerdo que a los cinco años ya sabía leer. No creo que fuera un signo de inteligencia, sino una manera de defenderme del aburrimiento supino en el que vivía sumida. Ángela pasaba las tardes con sus amigas, vestían y desvestían nancys, jugaban a princesas y príncipes y hacían comiditas de plastilina mientras yo descubría los entresijos de la lectoescritura, guiada por la mano firme de la yaya Paquita, que por aquel entonces todavía aparentaba quererme, aunque he llegado a la conclusión de que en realidad sólo le inspiraba pena, puesto que no tenía absolutamente ninguna amiga con la que jugar. Los niños y niñas del pueblo me llamaban bruja y rehuían mirarme a los ojos cuando venían a mi casa a jugar con mi hermana y estoy casi segura de que escupían al suelo y hacían la señal de la cruz en cuanto me daba la vuelta. Mamá intentaba una y otra vez que me hiciera amiga de alguien: hablaba con las madres de otros niños del pueblo y me alentaba a jugar con la pandilla de mi hermana pero sin resultado alguno, pues ni ellas ni yo teníamos ningún interés en trabar amistad, así que yo volvía a mis libros en cuanto mamá salía de la habitación, intentando ignorar el suspiro de alivio de las amigas de Ángela.

Pobre mamá. A su manera ella me quería, supongo que se sentía en parte responsable de mi suerte e intentaba sin resultado darle a mi apariencia tintes de normalidad. Me peinaba una y otra vez el mechón encrespado de mi coronilla aplastándolo con su laca y agua con azúcar, pero el copete rebelde siempre volvía a encabritarse. Se quedaba por las noches cosiendo para arreglarme los vestidos que nos compraba y que a Ángela le sentaban como un guante, intentando adaptarlos a mis costillas prominentes y mis piernas cortas y hasta llegó a hacerme caminar durante horas llevando un libro en la cabeza, en un vano intento de corregir mi encorvamiento congénito. Probó mil nombres para llamarme, Demi, Demita, Deme, Nena, pero ninguno logró convencerme, pues en realidad yo no quería que me quitaran lo único que era verdaderamente mío: yo me llamo Demetria. Pobre mamá, encontró la muerte en un lugar que no le estaba destinado, aunque mirándolo bien seguro que está contenta de haberse ido con su hija favorita, quizá la única que hubiera debido tener.

La otra mitad responsable de mi nacimiento, o sea, mi padre, pasó por mi infancia sin pena ni gloria. Se limitaba a ignorarme, sin descuidar en ningún momento los más elementales deberes de padre, con lo cual me refiero a que nunca dejó de alimentarme y enviarme al colegio. Ni siquiera me pegó cuando descubrió que era yo la que metía, noche sí y noche también, cucarachas en la cama de mi hermana ni cuando la convencí para que se dejara cortar el pelo al cero arguyendo que había visto piojos correteando por su melena. Esa vez, como otras muchas, me miró con cara de incomprensión, supongo que preguntándose en lo más íntimo de dónde demonios, y nunca mejor dicho, había salido yo. No obstante nuestras relaciones fueron siempre cordiales, y apuesto a que todos los días se hacía el firme propósito de quererme, tanto como se puede querer a un gato viejo y cojo que tu vecina te ha dejado en herencia, al que no puedes matar pero estás deseando que se vaya. Todavía mi padre aparece algún sábado que otro por aquí, y hasta me trae cigarrillos, imagino que esperando que el tabaco acabe de una vez con lo que nunca debió haber existido. Quizá algún día le confiese que hace años que no fumo, que mi último cigarrillo lo disfruté viendo como ardía la casa en la que pasé los primeros veinte años de mi vida.

Al llegar a la adolescencia decidí que no quería seguir estudiando. En realidad estaba harta de aparecer con mi hermana todas las mañanas en el autobús que nos llevaba a las afueras para asistir a una escuela en la que incluso los profesores evitaban mirarme directamente. Mis notas hasta entonces habían sido mediocres, en comparación con las de Ángela que siempre brilló en los estudios. Me aburrían incluso las fechorías que le hacía inexorablemente cada día. Escribía a los chicos que por aquel entonces comenzaban a interesarle, pues aunque ni en la letra nos parecíamos (la mía era horrorosa, por supuesto, mientras que la de mi hermana era redonda, pulcra y ordenada), había aprendido a escondidas a imitar perfectamente la suya, así como su firma, lo que utilizaba para ridiculizarla escribiendo mensajes obscenos a todos los varones de la clase e incluso llegué a darle el cambiazo en un examen de geografía, sustituyendo los ríos de África por una hoja interminable de fólleme don Manuel, fólleme don Manuel... Lo que no me explico es porque nunca llegó a saberse, pues don Manuel se limitó a acariciarle dulcemente la cabeza diciéndole que debía repetir el examen mientras la miraba con ojos de borrego. He llegado a pensar que les hice un favor, iniciando sin proponérmelo unas relaciones que yo aventuraba sucias pero que nunca llegué a confirmar, aunque espié cada movimiento de los dos, esperando la ocasión de delatarles delante de todo el pueblo.

Ángela era buena y cariñosa conmigo. No recuerdo ni un solo día en el que no me dedicara una palabra amable o me diera las buenas noches con un beso dulcísimo que me dejaba en la mejilla un picor ardiente y un deseo inconfesable de venganza en el corazón. Me metía debajo de las sábanas del cuarto que ambas compartíamos y con una linterna me entregaba frenéticamente a la lectura o a los placeres recién descubiertos de la autosatisfacción, que siempre me han ayudado a pensar fría y claramente. Uno de mis libros favoritos, era, y es, el de las aventuras del marqués de Sade, robado en un descuido de la biblioteca municipal, lo que me permitía conjugar ambos placeres mientras urdía mi postrera venganza. Como resultado de noches interminables de lectura me quedaron unas gafas de culo de botella que mamá sujetaba amorosamente con una goma para evitar que se me cayeran debido a la nada elegante postura de mis hombros. Fue entonces cuando me negué a seguir utilizando aquellos horrorosos vestidos que mamá nos colocaba a las dos por igual y decidí que únicamente vestiría de negro, pues era el color que se me antojaba acorde con la imagen que el espejo me devolvía y en el que juré no volver a mirarme hasta el momento de mi muerte, lo que hasta la fecha he cumplido sin preocupación.

A los diecisiete años tuve relaciones sexuales con un hombre por primera y última vez en mi vida. Atardecía y yo había salido a disfrutar de los últimos vestigios de un verano que se resistía a marcharse, entreteniéndome en anegar hormigueros con mi orina para después prenderle fuego a las hormigas que huían despavoridas, ayudada por unas ramitas secas que disponía en círculo alrededor del cráter. Me fascinaba ver como se retorcían sus pequeños cuerpecillos comidos por las llamas y como algunas de ellas se precipitaban hacia una muerte segura lanzándose al fuego, supongo que en un intento de acortar su agonía. Imaginaba sus voces, como se avisarían unas a otras del incendio, me divertía ver como algunas de ellas volvían a entrar en el hormiguero para salvar las provisiones que con tanto celo habían recogido a lo largo del verano y que morían ahogadas, victimas de su propia virtud. Mi pequeño desastre exhalaba un olor dulce, como a caramelo pegado, que me hacía sentirme extremadamente excitada, lo que en general aliviaba tumbándome detrás de una roca. Aquel día, sin embargo, mientras permanecía aspirando el delicioso perfume de la muerte, apareció un muchacho que, sin mediar palabra, se agachó a mi lado a contemplar mi universo en destrucción con la misma fascinación con la que yo lo hacía. No tendría mucha más edad que yo y recuerdo que no llevaba zapatos pues me fijé con detalle en la longitud y suciedad de sus uñas, que a mí la obsesión de mamá por la limpieza me impedía lucir. No podría decir mucho más de su aspecto, pues inmediatamente se tumbó y comenzó a masturbarse y mi vista se desvío hacia otras cuestiones más interesantes hasta que decidí cabalgarle con rudeza, lo que me provocó el que hasta ahora ha sido el orgasmo más explosivo de mi vida. Resolvimos aquel encuentro en unos pocos minutos y no oí de su boca más que un sonido gutural que emitió en el momento culminante. Nunca volví a ver a aquel muchacho pues desapareció por donde había llegado y yo permanecí exhausta sobre aquel barrillo formado por orina, ácido fórmico chamuscado, sudor y algún que otro jugo corporal. He pensado a menudo en aquel incidente y me gusta imaginar que aquel muchacho era en realidad una hormiga macho que se materializó en humano para agradecerme el haberle librado de la esclavitud a la que le sometía la reina en su hormiguero. Desde entonces inevitablemente asocio el olor a quemado con el sexo, por eso, tras el gran incendio de mi vida, en el que recuperé la mitad de mí misma que mi hermana me había robado en el útero de mamá, resolví dejar de fumar para siempre, lo que en mi caso implica el abandono del sexo, pues estoy segura que ningún otro encuentro carnal me proporcionaría el placer que sentí aquella tarde de verano.

Ángela descubrió el sexo algunos meses más tarde, aunque de una manera mucho más vulgar que la mía. Invariablemente espié sus primeros besos, las torpes caricias iniciales y la pérdida de su flor, como ella la llamaba, entregada a Germán, el primer y único novio que mi hermana llegó a tener y al que salvé por unos pocos minutos de convertirse en marido de doña perfección. Siempre he sospechado que mi hermana sabía de mi presencia en todos y cada uno de sus encuentros con Germán, pues extremaba la dulzura de su voz y la gracia de sus movimientos, sin perder la elegancia ni en momento más lascivo, actuando en todo momento para su mejor y más fiel espectadora: yo, con lo que conseguía seguir humillándome como lo había hecho desde que asomó la cabeza entre las piernas de nuestra madre, justo detrás de mí, eclipsando así cualquier signo de emoción que mi nacimiento pudiera haber provocado.

El día de nuestro diecinueve cumpleaños se produjeron grandes cambios en casa. Por primera vez el novio de mi hermana iba a ser oficialmente invitado a nuestro hogar, lo que implicaba la aceptación de aquella relación por parte de la familia. Era Germán un muchacho prometedor, de buen porte, recién comenzados sus estudios de medicina e hijo de una familia acaudalada del pueblo vecino, lo que provocaba en mis padres un orgullo indescriptible, que alcanzaba el clímax cuando se pavoneaban delante de familiares y vecinos. Mi madre se afanó durante toda la mañana en la cocina, preparando un delicioso guiso de cordero con patatas cuyo olor me provocaba fuertes nauseas, mientras mi padre se acercó a la capital para adquirir un buen licor con el que agasajar a su invitado a los postres. Nadie se acordó aquel día de felicitar a Demetria y aunque eso no me disgustaba en absoluto, pues hacía tiempo que cumplir años no era motivo de alegría para mí, aquel día anduve más cabizbaja de lo que mi postura me obligaba, arrastrando ostensiblemente los pies mientras pasaba una y otra vez por delante de mi madre componiendo un gesto de fingida tristeza, sólo para comprobar hasta que punto me había convertido en invisible, como si formara parte del mobiliario de la casa, pues lo único que conseguí de mamá fue que me mandara un par de veces a lavarme y cambiarme de vestido, consejos ambos que desoí con satisfacción.

Germán acudió a la cita con puntualidad británica y con un gran ramo de rosas blancas que inclinándose teatralmente entregó a mamá, quien aspiró su perfume como tantas veces había visto hacer en las películas de amor a las que era tan aficionada mientras corría a por un búcaro para colocarlas y que fácilmente hubiera podido llenar con la baba que se le caía sólo de pensar en la alta alcurnia con la que estaba a punto de emparentar. Pobre Germán, tan alto, tan guapo, tan educado... Años más tarde leí en el periódico local que un vagabundo cuya descripción e iniciales coincidían con las de este muchacho, había muerto tras arrojarse a la vía del tren. Una lástima.

La comida transcurrió en términos del más puro romanticismo, como más tarde la describiría mamá, alcanzando su punto álgido cuando Germán en los postres se levantó para pedirle a mi padre la mano de Ángela. Hasta ese momento yo me había limitado a bizquear en silencio intentando hacer el mayor ruido posible al deglutir y derramar una gran cantidad de grasa de cordero sobre el mantel, pero al oír a aquel galán con voz afectada: tengo el honor de pedir, don Francisco, la mano de su hija Ángela (dijo el nombre, aunque no creo que hubiera el más mínimo resquicio de duda por parte de nadie acerca de cual de las hijas era la solicitada), no pude soportarlo por más tiempo y vomité ruidosamente sobre el impecable pantalón del muchacho. Mi padre pasó por un número incalculable de colores hasta que consiguió ponerse verde de ira y con un grito me ordenó que abandonara el comedor, lo que me apresuré a cumplir no sin antes regalarles mi postrera arcada. Me fui pues, al cuarto de aseo y mientras cumplía con mis obligaciones fisiológicas pensé en aquella niña que dieciséis años antes, en aquella misma postura y en idéntico lugar, había tomado la decisión de acabar con la vida de su hermana, y decidí que había llegado el momento de llevarlo a cabo, jurándome que Ángela no llegaría a ponerse el anillo de casada.

Durante el año que transcurrió entre ese renombrado día de la petición de mano y el momento en que con mi intervención se terminó la historia que nunca debería haber comenzado, mi tiempo transcurrió dedicado a una frenética actividad intelectual. Me pasaba el día pensando cómo y cuándo sería el mejor momento para hacerlo, ignorando cuanta actividad se desarrollaba en mi casa, lo que no me resultaba en absoluto difícil, pues había practicado durante años el arte de pasar desapercibida a ojos de los demás. Por retazos de conversaciones pillados al azar, me enteré de que aquella comida, a pesar de mis intentos de boicotearla, había resultado un éxito, y que el pobre Germán, (así es como mamá comenzó a referirse a él a partir de entonces, “el pobre Germán”, como si mi vómito le hubiera provocado una enfermedad permanente), me había disculpado mejor de lo que lo hubieran hecho mis propios padres, ya que, apoyado por Ángela les convenció de que yo debía sufrir muchísimo pensando en que la boda me iba a separar de mi querida hermana. Recuerdo que Ángela se coló un día en mi habitación y estuvo monologando un rato acerca de que el matrimonio con Germán no iba a suponer ni mucho menos, una separación, que ella me querría siempre pasara lo que pasara y que también lo haría Germán, –ganarás un hermano- sentenció. Yo la miraba, supongo que asintiendo de vez en cuando, mientras trataba de imaginar qué muerte le sentaría mejor. Cuando ella terminó su perorata quiso sellarla con un fraternal abrazo y al acercarme a ella percibí el calor que su cuerpo desprendía y decidí que el fuego sería el cruel verdugo, que arrancaría de Ángela un olor maravilloso, sirviendo de apoteósico final de su vida.

Los meses transcurrieron con rapidez, entre las idas y venidas de los futuros suegros de mi hermana, las reformas acometidas en nuestra casa -para estar a la altura de las circunstancias- repetía mama a quien quisiera escucharla, -es que Germán es hijo de notario-, y las compras de ropa nueva. Recuerdo con especial deleite el día en que mamá decidió traer a casa cuatro o cinco vestidos, -monísimos-, dijo, prestados por la tienda de una amiga, pretendiendo que yo eligiera alguno de ellos para lucirlo con mi natural gracia en la boda de mi hermana. Ante su asombro, pues pensaría que me iba a negar rotundamente a ponerme de aquella guisa, elegí rápidamente uno de ellos, el que más espantoso me pareció, y emitiendo un sonoro pedo salí de la habitación, dejando a mamá debatiéndose entre la satisfacción de haber conseguido vestirme como a una señorita y la vergüenza que le producían mis ventosidades. A estas alturas de mi vida mamá había renunciado ya a inculcarme cualquier tipo de educación cívica y los mayores esfuerzos los concentraba en hacerme pasar desapercibida a ojos de los demás o, lo que es lo mismo, a mostrarme lo menos posible a las visitas -qué va a ser de esta niña cuando nosotros faltemos- repetía mecánicamente. En cuanto a mí, me producía un perverso placer exhibir mis habilidades a los extraños, así que si tenía ganas de expeler aire por cualquiera de los agujeros de mi grácil cuerpo, lo hacía sin preocuparme de qué o quién estuviera delante, lo que descolocaba a mamá hasta el punto de hacerle decir tonterías, como mandarme a tender la ropa a las once de la noche o a regar las macetas bajo una lluvia torrencial y ponía a mi padre al borde del infarto de miocardio.

Abril había sido el mes elegido por mi hermana para, según sus propias palabras, santificar la unión con Germán. Cada vez que mi hermana soltaba alguna de estas frasecillas tan rebuscadas, mamá y papá la miraban con admiración, satisfechos de haberle dado los estudios necesarios para desenvolverse en sociedad con tanta soltura. Yo por mi parte la miraba fijamente bizqueando hasta el punto de esconder la niña del ojo derecho dentro de la nariz e intentaba ridiculizarla: chantificar l’unión con Ermán. Mi pobre familia cabeceaba con sincera lástima, pensando que los años habían causado enormes estragos en mi de antemano deteriorado cerebro y que ya ni siquiera era capaz de pronunciar correctamente, aunque me esforzara (como lo había hecho durante toda mi vida) por parecerme a mi hermana.

Abril fue, como digo, el mes elegido para la boda. La actividad en mi casa se había tornado desquiciante desde algunas semanas antes ultimando los preparativos. Mamá pasaba horas colgada del teléfono y con la excusa de cerciorarse de si habían llegado las invitaciones a sus amistades, aprovechaba para explayarse sobre la alta cuna de su futuro yerno. Mientras, mi padre hacía números una y otra vez, calculando el coste de aquel fastuoso banquete con el que íbamos a celebrar el enlace de mi hermana e intentando apretarse al máximo el cinturón para poder cambiar langostinos por percebes y ternera por solomillo ibérico. Yo por mi parte, me entretenía viendo las idas y venidas de mi familia, los moños que mi hermana ensayaba una y otra vez en el espejo y los nervios de mi madre a la hora de elegir el vestido acorde con la ocasión, incapaz de decidirse entre forrar con tela o no los zapatos que luciría en tan señalado día. Me complacía observándolos, incapaz de sentir ni un ápice de compasión por ellos, que ignoraban que todos los esfuerzos eran vanos, pues sólo yo sabía que nunca llegaría a celebrarse aquella boda que con tanto esmero preparaban. Todo esto me hacía sentirme un poco como Dios, pues en mis manos estaba la ventura o desventura de aquella pobre gente que durante veinte años había supeditado mi vida a la de mi hermana, que por un malabar genético juntó su ovocito al mío, cometiendo el error de nacer a la vez que yo.

Tengo que hacer un alto para hablar de las invitaciones de boda de mi hermana: consistían en una foto de los novios mirándose de frente y con las manos entrelazadas, insertadas en dos círculos unidos a modo de alianzas y sobrevoladas por una paloma que bajo mi punto de vista era tuerta y paticorta. Mi incredulidad al verlas fue tal, que derramé un generoso chorro de baba sobre la caja en la que venían guardadas, dejando las diez primeras inservibles, lo que provocó que mi padre asestara un sonoro puñetazo a la mesa, supongo que por no saltarme los pocos dientes que me habían crecido. Ángela se apresuró a disculparme ante papá y, después de insistirle un rato, me regaló las tarjetas que habían quedado inutilizables, a la vez que me propinaba un cachetito benevolente en la mejilla –algún día tendrás las tuyas propias- dijo. Pero, ¿imaginaba mi hermana que habría un hombre en este mundo capaz de avenirse a compartir su lecho conmigo? Es más ¿cómo podría suponer que YO estaría dispuesta a desperdiciar lo que me quedaba de vida con alguien, obligada a lavarle los calzoncillos por la mañana y a bajárselos por la noche? Perdida en estas elucubraciones cogí las invitaciones que mi hermana me tendía y me apresuré con ellas a mi habitación donde recorté afanosamente las fotos de Ángela, dejando a Germán tendiéndole las manos a una novia invisible, tirado debajo de mi cama, al amparo de su propia suerte, entre bragas sucias, calcetines usados y un montón nada despreciable de basura, pues bien podría hacer dos meses que no limpiaba la habitación, a pesar de las diarias insistencias de mi madre. Pegué un par de fotos en las suelas de mis zapatos, para que por una vez Ángela estuviera por debajo de mí y salí a las afueras del pueblo a cumplir con el ritual de los hormigueros, esta vez sustituyendo las ramas secas por fotos de mi hermana, que formaron una hoguera preciosa que se mostraba en un sinfín de colores, desprendiendo un olor tan dulce como el que exhalaría el cuerpo de mi hermana al arder.

He de confesar que a pesar de mi natural frialdad, la noche antes del debut de mi hermana como esposa, me sentía un poco nerviosa, hasta el punto de que mi madre me trajo varias tilas a mi habitación, donde pasé encerrada la mayor parte del día. Mamá se empeñaba en hablarme, suponiendo que compartía sus nervios por el feliz acontecimiento, repasando una y otra vez cada paso que daría al día siguiente y planchando sin cesar su vestido verde de madrina, sin imaginar ni por un instante que yo no podía ver en otro color que no fuera rojo fuego y que si estaba nerviosa, era porque la abuela Paquita me había visto coger una lata de gasolina del garaje de papá y me persiguió por toda la casa interrogándome sobre el destino de la misma, sin lograr arrancar de mí más que el portazo que le di en la cara una vez hube entrado en mi habitación. Ignoro si la yaya comentó a mis padres aquella noche lo que había visto, pero, si así fue, ellos no dieron muestras de preocuparse en absoluto, tan atareados como estaban en los detalles de última hora, pensando quizá que se trataba de una extravagancia más de la pobre retrasada de Demetria. De lo que sí estoy segura es de que la abuela, y solamente la abuela, fue la que me delató a quienes vinieron a investigar el incendio y aunque no le guardo rencor por ello, pues de no haberlo hecho ella hubiera sido yo quien lo contara, como lo estoy haciendo ahora, sí le deseo que la muerte le llegue después de una larga y silenciosa agonía.

Ángela estaba radiante aquella mañana. Se despertó a eso de las siete y corrió a darnos los buenos días a todos los miembros de la casa, incluida a mí, que yacía hecha un ovillo en mi cama, con los ojos inyectados en sangre, después de una larga noche de insomnio, abrazada a la lata de combustible y la caja de fósforos que habrían de conducirme a ser por fin la protagonista de mi propia vida. Le deseé toda clase de parabienes con una maloliente flatulencia y aguanté sus cosquillas tumbada de espaldas, para que no descubriera lo que con tanto celo guardaba en mi regazo. Al rato comencé a oír la infatigable verborrea de mi madre dando órdenes a diestro y siniestro y me apresuré a cumplirlas para que nadie reparara en mí ni en la actividad paralela que estaba desarrollando, así que a pesar de mi aversión al agua me duché durante cinco interminables minutos dejando resbalar, junto al jabón, todas las infamias de las que había sido objeto durante veinte años y que estaban a punto de terminar para siempre. Me embutí en aquel horroroso vestido que mi madre había comprado e incluso sin mirarme al espejo, pues no pensaba faltar a mi juramento, adiviné que era el espantapájaros mas bonito que se hubiera visto en boda alguna.

A eso de las once llegaron los yayos vestidos elegantemente para la ocasión y se reunieron junto a mis padres en el salón, a la espera de la novia. Mi hermana apareció puntualmente a las doce en lo alto de la escalera. Estaba preciosa, vestida de blanco, con aquel velo que le cubría su hermoso rostro y un gran ramo de azahar que portaba elegantemente. Después de dejarse admirar durante un buen rato por todos, incluida yo, que intenté sin éxito babear sobre las enaguas del vestido, subió de nuevo a su habitación para mirarse en el espejo por última vez de soltera, quitándose un zapato como manda la tradición, lo que aproveché para anunciar que me iba ya para la plaza de la iglesia y que esperaría allí a la comitiva. Salí sin embargo por la puerta y dando la vuelta a la casa regresé a ella por el garaje y subí a la habitación de mi hermana, donde ajusté con ella todas las cuentas que tenía pendientes.

La pareja lucía hermosa sentada frente al altar, aunque la novia dejaba translucir su lógico nerviosismo revolviéndose continuamente en el asiento, lo que desmejoraba notablemente el elegante porte que le era propio. Todos esperaban con ansiedad el momento culminante de la ceremonia, en el que Germán destapara el velo de la que ya era su mujer para darle el primer beso en su nuevo estado. Todavía ahora, diecinueve años después, en las raras ocasiones en las que me dejo invadir por la tristeza, recuerdo para reírme la cara que puso al descubrir con quien se había casado realmente. Me giré teatralmente, pues tenía todos mis movimientos calculados y observé a mis padres y abuelos cuyas bocas bien podrían haber servido de nido para águilas, de lo abiertas que las tenían. Remangándome aquel vestido blanco que no me correspondía corrí hacia la casa donde encontré a Ángela en el mismo lugar donde la había dejado, completamente desnuda, bien atada y amordazada y algo aturdida por un golpe asestado con mi propia cabeza. Lentamente y sin dejar de mirarla a los ojos la fui rociando con la gasolina que tan celosamente había guardado mientras le relataba uno por uno todos los agravios de los que me había hecho objeto, quizás inocentemente, durante aquellos veinte años. Con un dulce beso de despedida, le arrojé una cerilla a su sedoso pelo y por poco no muero yo también, tan fascinada estaba con los mil colores que se reflejaban en sus ojos aterrados y con el excitante aroma de su cuerpo calcinado. No puedo precisar si pasaron segundos u horas hasta que caí en la cuenta de que si no me movía mi cuerpo también olería deliciosamente, así que salí justo a tiempo para ver como mi madre entraba despavorida por la puerta que se derrumbaba gritando el nombre de mi hermana, que se congeló en sus labios para siempre, víctima inocente de aquel sacrificio. Me subí al tejado de la casa vecina, que tantas veces había sido testigo de mis juegos infantiles y me encendí el último cigarrillo que me habría de fumar, ajena espectadora de todo lo que sucedió a continuación y que no tiene ninguna relevancia para esta historia. En aquella improvisada atalaya permanecí hasta que vinieron a buscarme quienes me encerraron aquí, donde vivo feliz con mis recuerdos y donde esta mañana, después de insistir durante algunos minutos, he convencido a mi guardiana para que me trajera un espejo, en el que he visto reflejada la imagen de una mujer de una belleza madura cuyo rostro translucía la serenidad de quien ha sabido cumplir todas las promesas que hizo en su vida.



CLINICA DE REPOSO NUESTRA SEÑORA DE LA BUENA VENTURA
27 de Julio de 2003
PARTE DE GUARDIA



A las 8:00 a.m. se descubre por la enfermera de guardia el cuerpo sin vida de doña Ángela R. M. que ocupaba la habitación 123 de esta clínica, en la que permanece ingresada desde 1984.


ANTECEDENTES PERSONALES

Mujer de 39 años, hija única de una familia de la que sobrevive el padre, don Francisco R. J. ya que la madre, doña Herminia M. M. desapareció en un incendio, a consecuencia de lo cual la hoy fallecida tuvo que ser ingresada en este centro.

Ha mostrado durante los años de ingreso, un carácter dócil, siempre perfectamente orientada y consciente.

Fue diagnosticada de esquizofrenia paranoide a su ingreso. En el delirio mas repetitivo introducía a una amiga o hermana invisible con la que compartía su vida y a la que juraba haber matado.

Ha estado medicada en todo momento de acuerdo con su trastorno aunque en entrevistas continuadas con su terapeuta sigue refiriendo el episodio de la hermana.


CAUSAS DEL FALLECIMIENTO

En espera de la autopsia y en un examen general parece haberle sobrevenido el óbito por parada cardiorrespiratoria (muerte natural)


OBJETOS PERSONALES

Entre sus pertenencias se encuentra un vestido de novia chamuscado, una foto de un hombre joven que se identifica como don Germán S. H., (fallecido 6-4-87) y un puñado de folios manuscritos, que se acompañan para investigación.


DATOS DE INTERES
Puesta en contacto esta clínica con el padre de la fallecida, rehúsa hacerse cargo del cadáver, por lo que se envía a los servicios generales del Excmo. Ayuntamiento para sepelio y posterior inhumación en depósito general.





Nuria Pérez Mezquita
Este relato obtuvo en 2003 el Primer Premio Internacional de Relatos "Paraules d'Adriana" otorgado por el Excmo. Ayunyamiento de Sant Adriá de Besós




4 comentarios:

  1. ME HA ENCANTADO !!!! UN FINAL INESPERADO ESTOY DE ACUERDO CON YOLANDA A POR ALMODOVAR

    ResponderEliminar
  2. Le había echado un vistazo así por encima, pero hoy lo he leido entero y sinceramente me ha gustado, muy bien estructurado y con un final inesperado.

    ResponderEliminar
  3. Ayyyyyy, que me voy a sonrojar.... Gracias guapas!!!

    ResponderEliminar
  4. Nuria no conocía ésta faceta tuya, me a encantado el relato

    ¿tienes alguna otra faceta que no conocemos? Eres genial!!!!!

    ResponderEliminar